Mi última incursión en este
blog fue en enero del año 2017. Y curiosamente mi primera aparición
por esta cueva que construí para “escaparme” de tantas cosas fue
en el año 2007… el número 7 sigue persiguiéndome desde hace más
de un año y medio, aunque siempre estuvo ahí agazapado en casi
todas las etapas de mi vida.
Hoy
toca mirar atrás y avanzar, contemplar con perspectiva y sonreír
sabiendo que ese pasado me ayudó a abonar el suelo que hoy piso y el
cielo donde hoy vuelo, este suelo, este cielo, aquí, ahora.
2007,
año de nacimiento de este blog y de resucitar a muchas cosas. Fue un
año de destrozos personales, de muertos que no murieron, de muertos
que sí lo hicieron, de desvíos, de cruces, de calles sin salidas,
de fango bajo los zapatos que no me dejaban caminar en ese trayecto
que había ideado en mis sueños, pero que permitieron que en mi
frágil espalda se gestasen dos rudimentarias alas. Al principio solo
conseguí saltar de un lado a otro sin una proyección clara. Fue un
placer saber que podría volar sola y más tarde logré poco a poco
planear a ras del suelo sin golpearme con casi nada,
con un pie en el suelo y un ala en el cielo…torpemente pero
orgullosa por saber que esto solo era el principio de una gran
carrera, o vuelo, de obstáculos.
Hubo
personas que me acompañaron en esos primeros años de mi
resurrección. Se convirtieron en puentes para mi curación y a ellas
les tengo que dar las gracias allá donde estén. En el camino, hay
pasajeros que se bajan y nunca vuelves a saber de ellos, es ley de
vida.
En
ese tiempo llegaron a mi vida algunos personajes oscuros, grises como
la ceniza, como la muerte, empeñados en arrebatarme lo más sagrado
que yo poseía, mi libertad. El relieve de mis alas, que ya por
entonces no podía disimular, les había nublado la razón, y como
consecuencia, la mía también. En ese período adopté una nube
negra. Se había instalado a un palmo por encima de mi cabeza, y
sabía que, aunque siempre he reconocido que cada cosa que me rodea
lo he creado yo y por tanto soy la única responsable, esa nube no
llevaba mi nombre y tenía que hacer algo para remediar el daño que
me podía provocar. Solo fue un recordatorio. Debía despertarme de
nuevo como en otras etapas y palmotear como loca para despejar la
tormenta y alejar la oscuridad. Lo logré por fin. Me protegí y la
luz apareció de nuevo. Lo intocable estaba a salvo.
Durante
mi éxodo en solitario y ya con las alas casi casi completamente
desplegadas, me encontré primero con un pequeño ángel que me hizo
ver con una sinceridad pasmosa, eso sí, en una pantalla multicolor,
aspectos de mí que había negado siempre, y al poco tiempo, me topé
con un enorme demonio de dos cabezas, que un día me adulaba y al día
siguiente me quemaba las pestañas con las llamas que salían de su
boca. Tuve que tomar distancia para darme cuenta de que solo tenía
dañado el ego y esa cosa no era yo. Mis capas fueron cayendo una a
una, despegándose de mí con cierto dolor al principio, pero con
alivio al finalizar el proceso. A veces me abochorné contemplando
aspectos que no reconocía en mí. Después descubrí que tampoco me
correspondían, que eso que sentía no era yo y que por tanto no
podía dolerme ni afectarme.
Los
meses se fueron sucediendo, por fin aprendí a despegar con soltura,
a planear sobrevolando espacios infinitos en solitario y a aterrizar
sin darme de bruces y justo donde deseaba y había ideado siempre.
Ahora ya mi ser alcanzaba la envergadura de un gigantesco pájaro.
Había despertado y estaba sola, sola y más viva que nunca. Reconocí
la esencia de Eva niña, sin oscuridad, con los ojos del alma bien
abiertos, intentando cada día deambular por caminos llenos de luz y
con los pies bien limpios de barro y elevándome cuando lo viera
conveniente para observar desde arriba el Universo que yo misma me
había creado, el que es, ni más ni menos… y allí, en un cruce
muy iluminado me encontré con ella, mi acompañante en este caminar,
mi compañera de vida. Sin apego nos dimos la mano entonces y ahora
volamos y caminamos (también bailamos); juntas a veces y otras por
separado. Sus alas se asemejan a las mías y disfruto mucho cuando
aletea. Siempre nos abrazamos con las alas muy calientes de amor,
descansando de vuelos en solitarios o compartidos y dormimos en un
nido que está en construcción permanente.
Ya
no vuelvo la mirada con los mismos ojos que lo hacía antes, ya todo
se quedó atrás y permanece solo el poso del aprendizaje, lo
fundamental, lo que soy. Elijo vivir lo que soy con ella, con ese
pájaro de alas preciosas con el que bailo la vida y que me enseña
cada día que la dulzura que refleja es la mía propia y que su
generosidad no es más que la mía también.
Mi
maestro Zen, Juancho, dijo una vez en una de sus clases que durante
la meditación no necesitábamos pensar en nada, solo abrirnos a lo
que surja, quedarnos inmóviles y no hacer nada, atrapar lo esencial
y eliminar todo lo que no sirva, lo superfluo; soltarlo todo y
aquietarnos donde estamos, ahí.. aquí. Y en eso estamos.
De
vez en cuando me viene a la memoria esa nube que adopté durante un
tiempo y que me quitaba la vida lúcida, pero la disipo respirando;
la respiración es al fin lo único que poseo, para qué anclarme
entonces a una estúpida nube sobre mi cabeza, sería absurdo.
Prefiero volar alto, prefiero caminar segura y siguiendo mi propia
luz.